Por Mónica Varea
A mí me encanta esta novedosa idea del buen vivir, pero es muy difícil, a pesar de que trato por todos los medios, vivo mal, y esto se debe a mi mala pata y a no reparar en pequeños detalles cuya falta da pie a una mala comunicación.
La casa de mi abuela tenía un gran jardín al medio, ella misma cuidaba y podaba las plantas, el olor del cedrón y de un enorme árbol de rosas inundaba la vieja casona. Sí, la casa era vieja pero impecable, sus paredes blancas relucían, y es que mi abuela tenía un albañil de cabecera, Gabriel se llamaba y creo que trabaja hasta en las fiestas de guardar. Cambiaba las tejas, pintaba las paredes, pulía los pasamanos, reparaba los tumbados, mantenía la casa preciosa. Mi abuela vivía bien.
¡Qué no diera yo por un Gabriel! Lo mejor que he podido encontrar ha sido el muerto. Me lo recomendó mi asistente, me dijo que no sabía su nombre, pero que en el barrio todo el mundo lo llamaba de esa manera, así que él nos puso en contacto, pero el muerto no acudió a la cita el día y hora fijados.
