Por Sandra Araya
Edición 456 - mayo 2020
Fotografía: Shutterstock
Todos nos reímos, pero, ¿de qué nos reímos?, ¿qué puede hacernos reír hasta, como se dice, partirnos de la risa? Cada uno tiene sus motivos y a veces esos motivos están en los libros, en los personajes, en las situaciones y en los diálogos de esos libros. Es decir que podemos reírnos solos y que todavía hay esperanza.
Empezaré con una confesión: estoy en una situación en la que jamás pensé estar, en cuarentena, en casa, algo aterrada, la verdad, por la actitud de la gente frente al covid-19. Yo quería hacer un texto entre cínico y de autobullying —como suelo hacer—, pero me encuentro escribiendo sobre mi tendencia a no leer ni ver comedias cuando este es el momento en que necesito eso de lo que siempre he renegado para no angustiarme más. Ni siquiera sé dónde estaré cuando este texto se publique. ¿Habré sobrevivido? ¿Existirá aún el mundo?
Quizá he pasado de muchas risas en mi vida, ocupándome más de ver películas dramáticas hasta el extremo, sin contar mis películas de terror, y también leyendo cuanta historia lastimera me ha caído en las manos. La anécdota que suelo contar sobre cuál fue uno de mis primeros libros es cierta: a los ocho años, mi abuelo me compró una versión de bolsillo de Hamlet, no porque quisiera obligarme a leer a Shakespeare —él hubiese querido seguro una niña más feliz—, sino porque yo había pescado por ahí el nombre y quise hacerme con el libro de pura pizpireta que siempre fui. Pero era una pizpireta algo triste, hay que admitirlo. Creo que nací triste, por algún motivo que desconozco, y fue por eso que entendí muy bien la historia del príncipe de Dinamarca, me identifiqué, quizá hasta se me pegó algo de su melancolía.